martes, 31 de agosto de 2010

La muerte de Dios

 LA MUERTE DE DIOS

Dijo Nietzche, citando a Goethe.  Un viejo jardinero solía decir:  la naturaleza se deja forzar, pero no violentar.
Nietzche, fragmentos póstumos, 1869-1874)


FILOSOFANDO POR FRANCISCO FLORES AGUIRRE “UNGA”


La muerte de Dios

¿Por qué somos todavía nihilistas?

Algunos, pocos o muchos, ya han anunciado la muerte Dios.

Es posible señalar la radicalidad con la que se enfrenta esta afirmación,  este problema de la muerte de Dios como problema de la pérdida en las sociedades contemporáneas de occidente, de la fe en la religión cristiana, y por lo tanto de una fundamentación de los valores superiores en sentido absoluto de negar lo sagrado.

Nadie pondrá en duda que esta pérdida ha representado una de las conmociones que más gravemente han afectado al mundo contemporáneo y, por lo tanto, al rumbo de la historia occidental.  Porque con la muerte del Dios cristiano desaparece la autoridad incuestionable de la verdad y del bien.  Nuestra vida deja de tener puntos de referencia absolutos, desaparecen las metas trascendentes y tanto los valores de la moral como las verdades del saber, dejan de ser algo establecido eternamente y para siempre, para aparecer como meras creaciones de los hombres quienes colectivamente las han ido produciendo para satisfacer las exigencias de su existencia en el mundo.

Esto es lo que piensa Nietzche como la irrupción del nihilismo, el más inquietante de todos los huéspedes del mundo moderno.

Este huésped nihilista tiene tres facetas importantes:

El primero es negativo en cuanto desengaño traumático o toma de conciencia del absurdo.

Nihilismo –dice Nietzche- es  que los valores supremos han perdido su valor y se han convertido en nada.  Es decir con la desvalorización de los grandes valores tradicionales, la ilusión de inmortalidad y de diferencia espiritual del hombre frente a los demás seres del mundo pierde toda su fuerza y su razón de ser.  El hombre y su destino no tienen un fundamento divino, sagrado, trascendente, sino que su existencia se reduce a su vida sobre la tierra, igual que la de los demás seres mundanos.

El nihilismo tiene un segundo aspecto positivo, según el cual supondría una conquista de la conciencia moderna en su esfuerzo de autosuperación; porque con la muerte de Dios, el hombre queda por primera vez en la historia del mundo, en condiciones de ejercer su libertad.  Ya no tiene que obedecer leyes y valores metafísicos indiscutibles, establecidos extremundanamente por un ser supremo, sino que, puesto que todo valor y toda verdad no son más que interpretaciones, o sea, invenciones humanas creadas para desarrollar, organizar y hacer posible nuestra vida sobre la tierra en unas condiciones determinadas, sometiéndolas a la dura crítica de la razón, interpretándolas, aceptándolas o rechazándolas, a cambarlas por otras, que nos parezcan mejores.  Según esta segunda faceta del nihilismo, nos permitiría atenuar la conciencia absurda, por una virtualidad liberadora, en la medida que se rompe con una ilusión, deshace una mentira de siglos que impedía el pleno ejercicio en libertad de la creatividad humana de interpretaciones y de valores siempre nuevos.

El nihilismo tiene un tercer aspecto  Dice Nietzche que, aunque tras la muerte de Dios estemos en disposición de sentirnos libres para aceptar o rechazar lo que son meros convencionalismos útiles para vivir en sociedad,  eso es precisamente lo que no hacemos.  Es decir, no hacemos uso de nuestra libertad sino que, generalmente aunque ya no creamos en ese Dios cristiano como fundamento metafísico de la verdad y el bien, seguimos comportándonos ante la moral y ante la creencia como si sus valores y sus verdades fueran absolutos e indiscutibles. ¿Por qué? ¿no será acaso que nos gustaría haber sido Dios y aquí en la tierra si nos conviene estar eternamente en el poder?  Nietzche responde: “¿Porque algún sentido es mejor que ningún sentido y porque el hombre prefiere incluso querer la nada a no querer en absoluto”.

En otras palabras, tenderíamos a llenar ese hueco que ha dejado el Dios muerto con otras máscaras, sin duda peores, de la nada.  Por eso continuamos siendo nihilistas, porque seguimos haciendo de la nada la guía de nuestra existencia.  Y es que la muerte de Dios no cura automáticamente al hombre, de su patología nihilista, por lo que ese hombre enfermo y debilitado, tras dos mil años de intoxicación y desnaturalización, no es capaz de asumir ahora su condición de ser mundano y de vivir de acuerdo con valores que tengan su fundamento en esta vida y en la libertad que le es propia, sino que sigue enajenándose en otro tipo de transmundos, como el que hoy se manifiesta en este mundo globalizado, que al perder el sentido de lo sagrado y de lo divino que hay en él, se vende como mercancía y producto de consumo desechable.



La muerte de Dios
Corolario y Propuesta

Así pues ya se formula un diagnóstico ante estas tres propuestas Nietzcheanas para un proyecto de renovación cultural.  En adelante, si debe de haber algún criterio para distinguir lo verdadero de lo falso, a lo bueno de lo malo, tal criterio no podrá ser otro que la vida misma, sus exigencias, su desarrollo y su perfeccionamiento creciente.  Lo bueno y lo verdadero será lo que favorece la vida, lo que contribuye a su salud, a su fortalecimiento y a la intensificación de su libertad interior.  Y lo malo y lo falso será todo aquello que la perjudica, que la hace enfermar y decaer.  ¿Qué sucede entonces si aplicamos este criterio a un enjuiciamiento crítico del sistema de creencias, de ideas y de valores que la tradición occidental asumía como la verdad y el bien, y que han llegado a formar parte de la substancia misma de la humanidad al haber sido incorporadas en el proceso de culturización y fuertemente consolidadas por la fuerza de la costumbre?  Todo este sistema se descubre como instrumento de una estrategia destinada a la domesticación y al sometimiento del ser humano y que actúa, sobre todo desnaturalizando al cuerpo.  Los ideales ascéticos, característicos de nuestra cultura, proponen como virtud cardinal amortiguar e incluso anular, si fuera posible los impulsos, en lugar de sentir nuestros impulsos como algo peligrosos que es preciso contradecir y reprimir, aprenderíamos a recomponerlos y a sublimarlos aprovechando su energía como fuente de salud y de creatividad, lo que haría de nuestra existencia se realizase de un modo más pleno, elevado y satisfactorio.  Para decirlo con otras palabras:  en todas las esferas de nuestra cultura alentaría la misma aspiración a un deber–ser ideal, propuesto como meta suprema a conseguir, frente al cual la realidad o el mero ser de nuestra existencia concreta y sensible es siempre un ser imperfecto, minusválido y despreciable.  Esta separación entre el deber-ser, que nunca llega a ser, y el ser que somos, siempre imperfecto e insatisfactorio, se vertebra sobre un juicio de valor según el cual el que vale es el mundo verdadero y trascendente, o sea, el mundo del deber ser, siempre inalcanzable de manera efectiva, mientras que este mundo en el que estamos no es más que un mundo de apariencias, un mundo falso y sin valor.  Así se induce a despreciar este mundo y a sacrificar la vida por un más allá ideal que nunca logramos obtener.  Se enseña a desconfiar de los sentidos y a sentir la energía de la vida como algo peligroso que es preciso contener o suprimir. 

En conclusión para generar una cultura más sana que el nihilismo de nuestra época es el desapego total y por un verdadero amor por la humanidad, a lo que es lo mismo, reconocer el valor divino de la humano.

Total una vida sin reflexión no merece la pena vivirse  y desde luego salud y larga vida.

Francisco Flores Aguirre                                 
Francisco Flores Legarda

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